La maldición del altar rojo (Curse of the Crimson Altar) (1968)

Se encontraba en la inmutable ciudad plagada de leyendas de Arkham, con sus apiñados tejados a la mansarda que se bambolean y se comban sobre desvanes en los que las brujas se escondían de los siervos del Rey en los sombríos tiempos coloniales de antaño. Y no había ningún lugar en aquella ciudad más impregnado de recuerdos macabros que la habitación de ático en que se alojaba; ya que eran aquella casa y aquella habitación las que habían cobijado también a Keziah Mason, la vieja cuya fuga in extremis de la cárcel de Salem nadie consiguió explicar jamás. Eso fue en 1692: el carcelero había perdido el juicio y hablado incoherentemente de una pequeña criatura peluda de colmillos blancos que había salido corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather acertó a decir qué eran esas curvas y ángulos dibujados en sus paredes de piedra gris con algún tipo de fluido rojo y pegajosos.

(...)La ligera fiebre cerebral y los sueños comenzaron a principios de febrero. Durante un cierto tiempo, al parecer, los curiosos ángulos de la habitación de Gilman habían estado produciéndole un efecto extraño, casi hipnótico; y según había ido avanzando el crudo invierno el hombre se había percatado de que cada vez miraba más fijamente la esquina en la que el techo inclinado se encontraba con la pared sesgada.

(...) Los sueños estaban completamente fuera de los límites de la razón, y Gilman pensaba que debían ser un producto —conjunto— de sus estudios en matemáticas y en folclore. Había pasado demasiado tiempo cavilando acerca de las regiones indeterminadas que de acuerdo con sus fórmulas debían hallarse más allá de las tres dimensiones que conocemos, y sobre la posibilidad de que la vieja Keziah Masón —guiada por alguna influencia del todo inconjeturable— hubiese encontrado realmente la puerta a dichas regiones.

(...) Los sueños de Gilman consistían principalmente en caídas a través de abismos infinitos de inexplicables colores crepusculares y sonidos desconcertantemente caóticos; abismos cuyas propiedades materiales y gravitacionales, y cuya relación con su propio ser, no alcanzaba a explicarse siquiera en lo más mínimo.

(...) Los abismos no estaban ni mucho menos vacíos, sino que se hallaban llenos de sustancias de colores desconocidos —algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas— agrupadas en masas de ángulos indescriptibles.