Así andaban las cosas, hasta la noche en que Williams regresó a casa con el Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred. Conocía la existencia de este libro desde los dieciséis años, en que su incipiente pasión por lo insólito le impulsó a hacerle extrañas preguntas a un viejo y encorvado librero de Chandos Street; y siempre se había preguntado por qué los hombres palidecían cada vez que hablaban de dicho libro. El viejo librero le había contado que sólo se sabía que hubieran sobrevivido cinco ejemplares a los consternados decretos de los sacerdotes y legisladores, y que todos ellos los guardaban bajo llave, con temeroso cuidado, los conservadores que se habían atrevido a iniciar la lectura de sus odiosos y negros caracteres. Pero ahora, al fin, no sólo había descubierto un ejemplar accesible, sino que lo había hecho suyo por un precio risible. Lo había encontrado en la tienda de un judío en el barrio mísero de Clare Market, donde solía comprar cosas extrañas; y casi le pareció que el viejo y nudoso levita sonreía por debajo de la maraña de su barba en el momento de su gran descubrimiento. La voluminosa cubierta de piel con cierre de latón era llamativamente visible, y su precio absurdamente bajo.