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Bibliotecas medievales, y parte IV

Bibliotecas musulmanas y hebreas.


Bibliotecas musulmanas

La relevancia de la palabra escrita siempre ha sido importante en el Islam, puesto que todos los fieles debían poder leer el Corán. Gracias a ello existió desde antiguo una extensa población letrada que se había formado en las escuelas coránicas con las que contaban casi todas las mezquitas. Así, las bibliotecas de las mezquitas actuaron como motor de la vida intelectual musulmana, de modo análogo a las catedrales cristianas pero con un número de volúmenes mucho mayor gracias a los donativos de los fieles, el respeto que se les tuvo en tiempos de guerra y, sobre todo, al bajo precio de los libros, ya que el papel era relativamente barato, y la facilidad de escritura de la letra árabe (cursiva y en la que no se consignan las vocales).

Sin embargo, el impulso intelectual y cultural surgió alrededor de los gobernantes. Ya el primer califa comprendió la necesidad de disponer de documentos escritos para unificar política y culturalmente sus dominios, y todos sus sucesores, así como numerosos otros personajes influyentes, poseyeron amplias colecciones de libros. A diferencia de las bibliotecas de las mezquitas, estos coleccionistas adinerados apreciaban sobre todo los libros lujosos y muy caros.

Papel

Los códices están escritos por lo general sobre pergamino, pero es posible que aparezcan viejos rollos de papiro o textos redactados sobre el moderno papel, de procedencia árabe.

El papiro se fabricaba con las hojas de la planta del papiro, que crece en algunos ríos africanos y principalmente en el Nilo. Con él se formaban rollos de varias hojas unidas alrededor de un eje de madera o hueso, con una longitud media de unos cuatro metros y medio, aunque puede ser menor o mayor. Posteriormente, y a imitación de los códices de pergamino, se encuadernó el papiro en páginas, unas veinte por libro. El papiro no resultaba adecuado para las ilustraciones, y para escribir sobre él se usaba una caña o cálamo; ya en tiempos de la reconquista española se impuso la pluma de ave.

Como la fabricación estaba restringida a una zona geográfica, la conquista árabe de Egipto a mediados del siglo VII redujo temporalmente el flujo de papiro hacia occidente e impulsó el uso del pergamino. No obstante, dentro de la Iglesia el papiro se usó hasta el siglo X aproximadamente.

El pergamino se obtiene de la piel animal (vacuna generalmente), tratada y alisada. La vitela, variedad más fina y ligera, provenía de animales recién nacidos o nonatos. En cualquier caso la calidad del pergamino era muy variable; fue blanco y fino en la época romana, más tosco, grueso y amarillento en los códices monásticos, de nuevo más fino en el siglo XIII y alcanza la perfección en el XV. Los cuadernos de pergamino se cosen para formar el libro (códice), inicialmente de forma cuadrada y posteriormente con una relación de 2/3:1.

El pergamino salía caro, pero era más duradero y cómodo que el papiro. En todo caso, la escasa producción obligó a reaprovechar los pergaminos ya escritos, dando lugar a los rescripti o palimpsestos, donde se borraba el texto original (por lo general obras profanas) para dejar espacio al nuevo. Hasta el siglo XIII sólo se fabricaba pergamino en los monasterios: luego el oficio se extendió por las ciudades y los artesanos montaron su propio gremio.

El papel es de origen chino, alrededor del siglo II d.C., y pasó a conocimiento musulmán tras las guerras del siglo VIII entre ambos imperios. Los chinos, tras experimentar con el papel de trapo (hecho con telas recicladas), se habían decantado por las materias vegetales extraídas del cáñamo, el bambú, etc.. En cambio, los árabes volvieron al trapo y elevaron la fabricación de papel a la categoría de arte e industria.

El papel llegó a Europa a través de la Península Ibérica, posiblemente junto a los sabios emigrados a Córdoba, y se instalaron molinos para trapo (molinos de papel) tanto en Toledo como en Játiva, donde ya había en el siglo XI. A finales del siglo XII pasó a Francia; en el XIII llegó hasta Sicilia e Italia se convirtió en el principal centro productor de papel. Sin embargo, su expansión fue lenta por culpa del elevado coste, comparable al del pregamino y que no se redujo hasta el siglo XIV, cuando se perfeccionó su fabricación. También por esta época comienzan a usarse marcas de agua, mediante un dibujo en los alambres del molde, cuyas filigranas servían para identificar al fabricante.

En tierras cristianas y sobre todo entre los nobles, el papel tenía mala fama por ser un producto de judíos y musulmanes. Debido a su origen, se lo llamaba «pergamino de trapo» o «de paños», y entre las primeras obras cristianas que lo usaron (y precisamente por influencia mozárabe) están el Glosario Latino-Árabe de Toledo y algunos textos de Silos.

En esos siglos, fruto del contacto con la cultura bizantina y la absorción del imperio sasánida, se tradujeron obras del griego y el siriaco (no en vano se usa la palabra kitabjana, de origen persa, para referirse a las bibliotecas, aunque también existen los términos árabes maktaba o Dar al-kutub), sobre todo de temáticas filosóficas y científicas, consideradas menos ofensivas que las profanas, de abundante contenido religioso ajeno al Islam.

Esta tradición fue proseguida y engrandecida por los califas abasíes y fatimíes del norte de África. al-Hakim (siglo XI) creó una lujosa y enorme biblioteca en El Cairo, a la que donó buena parte de los fondos literarios califales y que se convirtió en lugar de encuentro entre intelectuales. En ella, todos los lectores recibían gratis material para copiar los textos. Tras diversos avatares y resurgimientos, fue destruida finalmente por Saladino en 1171.

La existencia de estas bibliotecas públicas y de otras similares en mezquitas, madrasas y hospitales (sin olvidar bibliotecas particulares pertenecientes a gente culta y letrada que gustaba de los libros o los necesitaba para progresar en su oficio o posción política), conllevó la aparición, mucho antes que en Europa, de un activo mercado librero privado donde se compraban, vendían y subastaban bibliotecas cuyos dueños habían fallecido o se habían arruinado.

Andalucía

Los emires y califas de Al-Andalus conservaron el interés por los libros de los líderes musulmanes orientales y contaron con importantes bibliotecas. Abderramán III y su hijo al-Hakam II crearon una gran biblioteca en Córdoba, en la segunda mitad del siglo X, de la que se decía que llegó a contar con 400.000 volúmenes, cifra que en la actualidad se considera exagerada.

Esta biblioteca estaba situada en el alcázar y era dirigida por el eunuco Talid, bajo cuyas órdenes trabajaban copistas, iluminadores, encuadernadores y los sabios encargados de corregir las copias. Gobernantes de países lejanos, sabedores del amor del califa por los libros, le hacían llegar ejemplares lujosos y se dice que la biblioteca contenía muchas obras heterodoxas, que por desgracia fueron quemadas por Almanzor a la muerte del califa para contentar a los alfaquíes. La biblioteca desapareció con la invasión almorávide y la destrucción de Medina Azahara. Los fondos que se pudieron salvar llegaron en su mayor parte a los reyes de taifas (Sevilla, Toledo, Valencia o Zaragoza) y sus ministros, deseosos de emular la gloria del califato.

La protección que daban los gobernantes a los eruditos fomentó el avance cultural y, con el tiempo, el canal de conocimientos llegados desde oriente fluyó a su vez hacia el norte cristiano y al resto de Europa. No obstante, las presiones religiosas tanto internas como externas (almorávides y almohades) provocaron la desaparición de numerosas obras científicas, filosóficas o incluso religiosas cuando se imponía determinada corriente de pensamiento.

Organización

Al parecer no se solía dedicar un edificio específico a las bibliotecas que podríamos considerar públicas, ya que compartían funciones con otras dependencias de palacios y mezquitas y también porque no las usaba mucha gente. Cuando se les dedicaba una sala, ésta solía ser muy hermosa, alta y en ocasiones rematada por una cúpula. Además de depósito de libros y sala de lectura, servía también como salón de actos para reuniones y conferencias, y se guardaban allí los instrumentos astronómicos. En las paredes estaban los armarios, labrados y decorados, y a veces provistos de vitrinas para libros especiales. En otros casos, como en las mezquitas, no había sala para la biblioteca y los armarios estaban repartidos por varias salas en malas condiciones de conservación, por lo que los insectos han destruido innumerables volúmenes.

En las bibliotecas se separaban los textos por temática e importancia. En primer lugar las ciencias religiosas: Corán, hadices, derecho religioso, dogma, mística, etc. Después las humanidades: filología, gramática, retórica, historia, poesía y literatura. Y por último las ciencias filosóficas: matemáticas, medicina, física, música, etc.

Los encargados solían ser hombres ilustres que actuaban como conservadores. Se ocupaban de cuidar los libros, copiarlos si era necesario, orientar a los lectores y administrar los préstamos y los escasos fondos económicos de los que disponían. Los lectores (que acudían ante todo a copiar) se sentaban en el suelo, sobre un cojín, con la espalda contra la pared. Si copiaban, se ponían una tabla sobre las rodillas.

Encuadernación

Las encuadernaciones medievales más antiguas son las de orfebrería, con placas de madera decoradas con relieves en marfil o cinceladas en plata y oro y engarzadas con piedras preciosas, perlas y esmaltes. Como esta encuadernación se usaba principalmente para los textos litúrgicos empleados en las ceremonias religiosas, se llaman también encuadernaciones de altar, y el ligator era el monje responsable de la encuadernación.

Los motivos de los relieves suelen ilustrar escenas del manuscrito, y en los marcos se usa a menudo una estilizada ornamentación vegetal. Se dio una amplia variedad de estilos según la época y la región, y aunque este tipo de cubiertas resiste bien el paso del tiempo, no es infrecuente que aparezcan despojadas de joyas y metales preciosos.

A lo largo del XIV fueron desapareciendo las encuadernaciones de orfebrería y pasaron a ser de terciopelo o cuero, dejando el metal para las cantoneras con resaltes. Estas cantoneras solían ser de latón y el libro se cerraba con broches de metal. La encuadernación de cuero, conocida de antiguo, pasó a ser la principal, con tapas de madera recubierta de cuero (normalmente de ternera y de color pardo, aunque se usó también la de ciervo y otros animales salvajes).

La decoración sobre el cuero podía ser de repujado, grabando un modelo a cuchillo sobre el dibujo, una técnica conocida desde los monasterios coptos pero que alcanzó su culminación a finales de la Edad Media, en Centroeuropa. La habitual decoración era de motivos vegetales, figuras grotescas, imágenes de ángeles o santos y representaciones de caza o amor cortés. Los cordobanes, cueros estampados y dorados, fabricados sobre todo en la ciudad que les da nombre, se usaban también en la encuadernación. Eran en cualquier caso más corrientes las encuadernaciones estampadas con troqueles calientes, que dejaban una decoración en relieve. Ésta consistía en figuras geométricas entrelazadas que representaban temas vegetales o figuras humanas.

Al lomo se le prestó poca atención ya que los libros solían estar sobre un pupitre y, cuando se colocaban en el estante, era con el lomo contra la pared. La costumbre de dejar visible el lomo y añadir el título es posterior a la Edad Media. En esta época, el título iba en el canto inferior, que se veía cuando el libro estaba tumbado, o sobre el lateral para verlo en el estante.

Los libros de las bibliotecas tenían que ser aprobados por los alfaquíes, que desechaban las obras peligrosas. Por ello, los fondos acabaron siendo cada vez más religiosos y ortodoxos, y estas bibliotecas quedaron al margen de la evolución intelectual, generando a la larga pobreza ideológica en diversos territorios musulmanes. Fueron por ese motivo las bibliotecas privadas, más actualizadas y en muchos casos a salvo de la pureza ideológica, las que actuaron como motor intelectual.

Bibliotecas hebreas

Resulta complicado establecer la presencia de bibliotecas entre la población judía hispana, debido a la pérdida de innumerables manuscritos durante la expulsión y los siglos posteriores y a la discreción con la que la comunidad sefardita debía desarrollar sus actividades antes de esta fecha. No obstante, existe constancia de una amplia producción escrita, tanto en forma de registros y contratos como religiosa y mística. Parece lógico pensar que la actividad intelectual giraba alrededor de las sinagogas y las escuelas talmúdicas, entre las que destacó inicialmente la de Córdoba, fundada en el siglo X gracias a las buenas relaciones de los eruditos judíos con el califa y la situación, por lo general digna, de la comunidad judía en al-Andalus. Así, en la escuela cordobesa y posteriormente en los reinos de taifas (escuelas de Lucena, Sevilla y Zaragoza) se realizan estudios gramáticos y filológicos hebreos así como gran número de traducciones del árabe al latín y viceversa.

La llegada del integrismo almorávide y la progresiva hostilidad musulmana empuja a la población hebrea a tierras cristianas, por aquel entonces más tolerantes, en sucesivas emigraciones alentadas sobre todo por Alfonso VI a finales del siglo XI. Esta política fue proseguida por los diferentes reyes de Castilla, y ya en el siglo XII encontramos en Toledo la comunidad judía más importante del reino y una de las más destacadas de Sefarad, seguida de otras como Gerona, Segovia o Cáceres.

Se dice que a finales del siglo XIV había en Toledo diez sinagogas y cinco casas de oración y estudio (beit midrash), aunque en general se acepta que la escuela estaba integrada en la propia sinagoga o, en ciertos casos, en un edificio anexo como sucedía con los baños. Estaba dirigida por un gaón y en ellas se enseñaba también poesía, gramática, medicina y astronomía. Estas escuelas se financiaban gracias a los impuestos de la aljama y el donativo de los estudiantes.

Las escuelas contaban con amplios fondos bibliográficos, en especial religiosos, que los estudiantes consultaban en las mesas dispuestas a tal fin. Además, existía desde al menos el siglo XII la costumbre de que los hombres importantes de la judería dispusieran de importantes bibliotecas, que pasaban de padres a hijos.

La compraventa de libros se realizaba principalmente en época de feria, cuando los comerciantes llegaban a la ciudad con sus productos (entre ellos los tomos) y se creaba una especie de mercado librero improvisado. En otras épocas del año la afluencia de libros era esporádica y dependía de la llegada de viajeros, pues no existía un local o un empleo dedicado a ellos.

Depósitos eternos

El judaísmo venera la palabra sagrada y por tanto era impensable destruir documentos religiosos, aun cuando éstos ya hubieran quedado inservibles o incluso fueran declarados heréticos. En algunos casos existía la costumbre de enterrar estos textos en los cementerios hebreos, pero en general se los solía guardar en nichos de los altillos de las sinagogas, llamados guenizah («escondite»). Cuando estos bibliotafios se llenaban, eran sellados y, tras tiempos revueltos, podían caer en el olvido. En estos escondites se guardaban también en ocasiones textos profanos como cartas y contratos, o el legado de bibliotecas privadas con obras de filosofía, medicina, etc., a veces en otras lenguas de uso común en la época como el árabe.



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16-03-2011 08:02

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Veo que ha triunfado la idea de poner imagenes.

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